martes, 10 de septiembre de 2013

El Regreso: genocidio y epistemicidio wayúu

30 agosto, 2013
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Reseña del profesor Alí Ramón Rojas Olaya de la película “El Regreso”, en la que la zuliana Patricia Ortega se estrena como directora y que ya está siendo proyectada en Caracas, Maracaibo, Valencia, Maracay y Barquisimeto. ”El film trata del tránsito de una relación humana desde la hostilidad inicial, pasando por la aceptación, el respeto, la tolerancia, hasta culminar con la verdadera amistad, entre una niña wayúu, Shüliwala y una niña alijuna, Bárbara, ambas víctimas de un sistema social depredador y mutilador de sueños. Un grupo armado de paramilitares, quiebra la tranquilidad de quienes habitan Bahía Portete. En medio de aquel horror entre miedo, desasosiego, gritos y sangre, las mujeres arriesgan sus vidas para ayudar a escapar a sus hijos. Shüliwala, una niña de tan sólo 10 años, logra huir ‘haciéndose invisible’ hasta una ciudad fronteriza”. Rojas Olaya explica los hechos reales en los que está basada la película (la masacre de Bahía Portete) y lo que ha tenido que sufrir el pueblo wayúu bajo el paramilitarismo.
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“Si la sociedad guajira decide perpetuar este injusto orden social y permanecer impasible ante los hechos, sólo le quedará un recurso: colocar sobre el puente del río Palomino el letrero que Dante asegura existe a la entrada del infierno y que dice ‘Vosotros, que entráis, dejad aquí toda esperanza’.”
Weildler Guerra Curvelo, antropólogo wayúu
Autor: Alí Ramón Rojas Olaya
Fotos: Patricia Ortega (vía Facebook)
 
Tuve la oportunidad de asistir con mi hija Érika al preestreno caraqueño de “El regreso”, ópera prima de la directora zuliana Patricia Ortega el martes 20 de agosto de 2013, atendiendo una invitación que me hiciera Donato Spinelli, compañero del Orfeón Universitario de la Universidad Central de Venezuela y entrenador canino. De eso hace casi una semana y mi me mente sigue en La Guajira aún perturbada, conmovida. El film trata del tránsito de una relación humana desde la hostilidad inicial, pasando por la aceptación, el respeto, la tolerancia, hasta culminar con la verdadera amistad, entre una niña wayúu, Shüliwala (protagonizada por Daniela González), y una niña alijuna, Bárbara (protagonizada por Sofía Espinoza), ambas víctimas de un sistema social depredador y mutilador de sueños.
 
Un grupo armado de paramilitares, quiebra la tranquilidad de quienes habitan Bahía Portete, pueblo del municipio de Uribia en el departamento de La Guajira. En medio de aquel horror entre miedo, desasosiego, gritos y sangre, las mujeres arriesgan sus vidas para ayudar a escapar a sus hijos. Shüliwala, una niña de tan sólo 10 años, logra huir “haciéndose invisible” hasta una ciudad fronteriza. Pero una vez que se encuentra en ese territorio extranjero, deberá ingeniársela para poder sobrevivir y no perder la esperanza de volver a su hogar.
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Bahía Portete está ubicada al nororiente de la península de La Guajira. Entre las numerosas

bahías y golfos de la Guajira es una de las más privilegiadas a causa de su profundidad y de la protección que le brinda la ensenada, de hecho hay un proyecto para convertirla en área marina protegida por sus riquezas acuáticas, su fauna y sus manglares. Así mismo, por la cercanía de las minas de carbón del Cerrejón, fue escogida como el lugar ideal para construir Puerto Bolívar, uno de los puertos mineros más importantes del país neogranadino al tiempo que es un foco de contaminación. El puerto de Carbones de El Cerrejón Limited en 2012 exportó 32,8 toneladas del mineral. Hacia el norte hay otro puerto mucho más pequeño, Puerto Nuevo, una ensenada que sustituyó a Bahía Portete como puerto de carga y descarga, tras la masacre de 2004.
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El film está basado en la masacre de Bahía Portete ocurrida el 18 de abril de 2004, perpetrada contra
 
toda una comunidad originaria por un grupo de paramilitares autodenominados “Contra Insurgencia Wayúu”, del bloque norte de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), en unión a efectivos del Ejército Nacional, pertenecientes al Batallón Cartagena, y algunos cipayos del pueblo Wayúu. La película, quizás una de las más contundentes en los anales del cine venezolano, es una oda a la amistad, a la reciprocidad, a la solidaridad, a la hermandad, a la esperanza, a pesar de estar ambientada en un clima de terror paramilitar personificado en el paraco Juan, protagonizado por Laureano Olivares.
El film además nos invita a reflexionar sobre la xenofobia, sobre las diferencias, sobre la otredad, sobre los desplazados
El film además nos invita a reflexionar sobre la xenofobia, sobre las diferencias, sobre la otredad, sobre los desplazados.
La dirección de actrices y actores del pueblo Wayúu recuerda aquellos filmes del neorrealismo italiano, La terra trema de Lucchino Visconti, por ejemplo, historia de un joven pescador siciliano que se niega a soportar la injusticia y la explotación de los acaparadores que fijan los precios del pescado y mantienen a todo el pueblo sumergido en la miseria.
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Entre las bondades del film destacan el magistral sonido de Josué Saavedra, como pocas veces se ha visto en el cine venezolano, una impecable edición de Sergio Curiel al mejor estilo de Serguéi Eisenstein, la música de Javier Pedraja respetuosa y acertada culturalmente hablando, una fotografía de lujo de Mauricio Siso, intimista como la del sueco bergmaniano Sven Nykvist (las escenas en que las amigas comparten la poca comida de Bárbara en el lecho de una casa abandonada) y a la vez multitudinaria como la del italiano felliniano Giuseppe Rotunno. El film de Ortega nos deja una tarea para la casa: responder la pregunta ¿Por qué exterminar un pueblo originario que vive comunitariamente feliz? He aquí el dilema.
Antes de hablar de la masacre de Bahía Portete creo oportuno hablar sobre la palabra Alijuna y sobre el paramilitarismo. Alijuna es la palabra wayuunaiki con la cual se nombra a todo el que no pertenezca al pueblo wayúu. El vocablo correspondiente en castellano es “civilizado”. En la semántica nativa, explica el “hombre lluvia” de la Alta Guajira colombiana, Juan Sierra Ipuana, el término alijuna ya no se está usando para designar al diferente, en el caso de Bárbara, sino para referirse a aquello que genera temor, el paraco Juan. Son “civilizados” los hombres que están masacrando a los indígenas en la Alta Guajira y los que enseñaron a cipayos guajiros a asaltar camiones de carga en las carreteras. También lo son algunos guardias nacionales que vacunan a los comerciantes guajiros y los funcionarios de ambos gobiernos que un día llegaron a imponer sus normas aduaneras, tributarias y del uso del mar. De allí que este amauta diga “Los alijunas nos quieren acabar”.
 
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Los paramilitares, también conocidos como paracos, son seres inhumanos armados de extrema derecha organizados a partir de la década de los setenta con el fin de combatir a la guerrilla colombiana. Estos grupos, también denominados autodefensas, se extendieron por diversas regiones de la Nueva Granada con la participación de ricos hacendados, colonos y pequeños industriales. El mejor ejemplo de lo que es un paramilitar es Juan. Informes de prensa han revelado que algunos de los miembros de las AUC entrenaban a sus hombres en el descuartizamiento y desollamiento de personas vivas con el uso de motosierras y machetes, así como en tácticas de tortura para causar terror u obtener información. El descuartizamiento de personas vivas tenía un triple objetivo, desparecer a las víctimas, usarlo como ritual de iniciación para insensibilizar a los combatientes jóvenes y facilitar el cavado de una fosa poco profunda puesto que el cuerpo descuartizado era más fácil de enterrar que el cuerpo entero. Otros métodos inusuales revelados por confesiones de antiguos miembros desmovilizados son el uso de serpientes venenosas para matar a sus víctimas y la corbata colombiana que no es otra cosa que ponerles a las víctimas la lengua de corbata, es decir, abrir la garganta con una navaja para sacar la lengua por la hendidura para que la lengua le cuelgue sobre el pecho.
 
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Patricia Ortega, directora
 
 
En la génesis y desarrollo histórico de los grupos paramilitares estuvieron involucrados agentes del Estado como policías y militares, además de representantes políticos, en particular el expresidente Álvaro Uribe Vélez, quien ocupó la casa de Nariño entre los años 2002 y 2010, el gobernador de La Guajira José Luis González Crespo y de otros sectores de la sociedad. Dicha participación desembocaría en el escándalo judicial y político que se denominó Parapolítica, en la primera década del siglo XXI. Las autodefensas se involucraron directamente con cárteles de la droga y cometieron actos atroces contra la población civil como masacres y expulsión de sus regiones, fenómeno conocido como “desplazamiento forzado”.
El paramilitarismo es la peor catástrofe humana en Latinoamérica. Ministros, senadores, alcaldes y gobernadores aliados de Álvaro Uribe Vélez están siendo procesados por ser parte de esta empresa genocida y criminal. Senadores de izquierda han denunciado, con pruebas en la mano, nexos entre el expresidente Uribe Vélez y estos asesinos. Sin embargo, el imperio norteamericano ha certificado al gobierno de Uribe por sus “avances en el respeto a los derechos humanos”.
 
 
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La masacre de Bahía Portete representa un acontecimiento de profundas repercusiones en la historia
del pueblo wayúu. Durante el genocidio, los victimarios con lista en mano buscaron a mujeres con cierto perfil para aniquilar sistemáticamente toda forma de conocimiento, de cultura, de modo de vida por ser éstas quienes ejercían roles centrales en la vida comunitaria, autoridades tradicionales, intermediadoras con el mundo exterior, preservadoras de la tradición oral y maestras, lo cual indica que se trató además de un epistemicidio. La violencia y torturas sexuales consumadas incluyó cortes de mamas, golpes con armas punzopenetrantes, disparos con armas de fuego, desmenbramiento con motosierras e incineración. El ataque violó los principios normativos ancestrales del pueblo Wayúu, los cuales prohibían atacar a mujeres y niños durante las confrontaciones, los irregulares actuaron por fuera de los códigos de honor del guerrero wayúu, es por ello que en la memoria colectiva los criminales no son considerados enemigos honorables, sino uchíes, aves de rapiña, o kooí, abejas que atacan sin ser provocadas y en grupos.
El año en que ocurre esta tragedia es ambiguamente significativo. En palabras de la lideresa indígena ecuatoriana, Blanca Chancoso, ante un público que colmó las tribunas del Coliseo Gigantinho de la ciudad de Porto Alegre, Brasil, en la conferencia Derechos y Diversidad, realizada el sábado 25 de enero, en el marco del Foro Social Mundial 2003, “Uno de los grupos humanos más discriminados ha sido el Pueblo Indígena, a quienes se les ha invisibilizado desde hace más de 500 años, pues ya se acaba el tiempo declarado por las Naciones Unidas para el Decenio de los Pueblos Indígenas y todavía los gobiernos del mundo no han hecho nada para que se respeten sus derechos”. Cabe recordar que el Decenio Internacional de las Poblaciones Indígenas del Mundo, fue proclamado por la Asamblea General de la ONU, para el período 1995-2004, con la meta del “fortalecimiento de la cooperación internacional para la solución de los problemas con que se enfrentan los pueblos indígenas en esferas tales como los derechos humanos, el medio ambiente, el desarrollo, la educación y la salud”.
 
Esta película osada, políticamente hablando, sobre el evento histórico más traumático sufrido desde 1526 por el milenario pueblo Wayúu, revela que el exterminio tuvo fines instrumentales asociados a tres objetivos: aterrorizar a la población, castigar de manera pública y descarnada a las mujeres indígenas lideresas y provocar el desplazamiento forzado. Juan y los otros paracos golpearon los liderazgos internos de los Wayúu al quebrantar los roles públicos de las mujeres, difundiendo simultáneamente el terror de arriba hacia abajo. Convirtieron a las mujeres a través de los repertorios de violencia, en particular de la violencia sexual, en un medio para herir el honor de los hombres wayúu, ya sea en su masculinidad como en su rol social de guerreros. La pregunta que el público se
hace, insisto, es ¿por qué?
 
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Es por todos conocidos que el poder económico en la Nueva Granada (me cuesta llamarla Colombia porque ésta era la república, sueño de Bolívar, que existió jurídicamente entre 1821 y 1831 configurada a partir de la unión de las anteriores entidades coloniales del Virreinato de la Nueva granada, Capitanía General de Venezuela, Presidencia de Quito y la Provincia Libre de Guayaquil) está en manos santanderistas y no en manos bolivarianas. El odio que le tenía Santander a Bolivar está más vivo que nunca. Santander despreciaba a los pobres, a los indígenas, a los negros. El pueblo Wayúu vive en equilibrio con la tierra. Los procesos económicos están fundamentados en el respeto de los ciclos de la tierra y de sus procesos regenerativos, mediante el establecimiento de una relación distinta de los humanos con la naturaleza. Esta forma de concebir lo económico es contraria al santaderismo. La cotidianidad de los habitantes de Bahía Portete quienes asumen su natural rol protagónico y participativo, que admirablemente es capturada con la lente de Mauricio Siso antes de la masacre, es el mejor ejemplo de los valores del buen vivir apoyado en una economía ecológica y socialmente sustentable. Y es que el pueblo Wayúu toda su vida ha contribuido con la preservación de la vida en el planeta y la salvación de la especie humana.
Otras respuestas a la interrogante las dan Vicente Gutiérrez, uno de los que se salvó huyendo a Venezuela: “Atrás de la violencia también había – y sigue habiendo – un interés en el territorio, y particularmente en el puerto artesanal, porque el territorio de nosotros es un puerto artesanal, una bahía muy bonita. Ahí se presta para trabajar, desembarcar. Por eso es que ellos quieren que nos quitemos de ahí para que ellos se queden con el territorio para hacer negocio ilícito. Como nosotros no lo permitimos…”.
Por su parte Débora Fince, quien era la inspectora de Policía de Uribia cuando sucedió la masacre, contó con mucha seguridad cómo vivió los acontecimientos. La abogada había avisado a la Fuerza Pública tres días antes sobre el riesgo que corrían en su territorio, pero no recibió ningún apoyo: “¿Cómo me iba a acompañar el Batallón Cartagena, si también participó en la masacre de mi familia? El Alcalde de Uribia en aquel entonces, Marcelino Gómez, como el Gobernador, José Luis González Crespo, fueron cómplices de los paramilitares. La razón que dio el Batallón Cartagena para no acudir a las víctimas en Bahía Portete fue que estaba prestando seguridad al entonces presidente Álvaro Uribe, quien visitaba la Alta Guajira. El ex Presidente iba a inaugurar el parque eólico, mientras que
 
mi familia fue masacrada. Y nadie dijo nada. El silencio fue total”.
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Esta masacre expresa el proyecto desplegado por los paramilitares en otras zonas de Nueva Granada, respecto de la instalación de un modelo cultural de orden patriarcal y autoritario. De allí la imagen de Juan, cabeza rapada, clara alusión de los neonazis; prendas militares del Ejército colombiano; y el águila imperial tatuado en su brazo izquierdo, diáfana reticencia anticomunista, anticomunitaria.
Este modelo se pone en marcha a través de la imposición de unos determinados códigos de conducta y de moralidad, de control de las relaciones entre hombres y mujeres, no sólo en el ámbito público sino en el privado, con una regulación despótica de la sexualidad, y en general, con una vigilancia opresiva del comportamiento cotidiano. La escena de la playa en que Juan camina al mismo paso de una mujer wayúu, pero en un nivel espacial más alto es un claro indicativo de superioridad occidental que culmina con un escupitajo que sintetiza el desprecio hacia una raza, hacia una cultura. Se trata de un modelo cargado de prejuicios y valores machistas que Juan encarna a la perfección y que desencadena específicos repertorios de violencia por parte de los paramilitares contra el pueblo wayúu, cuya cultura ancestral le confiere una excepcional centralidad al papel de las mujeres en el orden comunitario ya que éstas son las encargadas de acompañar el tránsito luego de esta vida.
Además del vandalismo con el cual es llevado a cabo el plan de expansión paramilitar en una de las escenas mejor logradas en la historia del cine nacional, éste supone una confrontación violenta entre el machismo homogeneizador del Bloque Norte de las AUC y la visión cultural de las relaciones de género de la comunidad wayúu. Ésta es una confrontación que resulta especialmente lesiva para este grupo indígena y socava los cimientos de su orden normativo y ético. En Bahía Portete hay expresiones adicionales de ese brutal desencuentro entre las tradiciones comunitarias y las prácticas de terror asociadas a la violencia sexual. La escena en que Juan viola a la hija delante de su padre habla por sí sola. Mientras la propia comunidad, por razones culturales, o por protección y defensa de la honra de las víctimas, recurrió al silencio – aunque no a la negación-, los paramilitares, a sabiendas del profundo impacto de esas agresiones en el tejido social, las convirtieron en motivo de exhibición y de escarnio público.
La película se pasea entre escenas de una hermosura infinita y escenas de temor, angustia, dolor e impotencia. Entre las primeras destacan: la mamá de Shüliwala haciéndole una muñeca de barro y la mirada de imperecedero amor de la abuela; la pesca colectiva en peñeros en un imponente mar Caribe; las mujeres descamando los pescados como muestra del trabajo comunitario; Shüliwala y su madre en una hamaca contemplando el atardecer; la primera menstruación y el inocente entierro de la pantaleta llena de sangre; la liberación de Compinche por parte de Shüliwala; Shüliwala jugando con las pompas de jabón; la vendedora de pan de guayaba que le calma el hambre a Shüliwala y ésta a su vez a su perrito Compinche; Shüliwala y Bárbara jugando con el agua junto a Compinche y después ambas tendidas en la plaza mitad terrestres mitad acuáticas viendo al cielo como si añoraran estar juntas en el líquido amniótico; la carta que vuela por el mercado hasta posarse en el suelo donde será
 
pisada varias veces, claro símbolo de certeza de la destinataria desvanecida.
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La presencia de los perros en la película, en particular Compinche (protagonizado por Diogo, border collie de cuatro años, bajo el entrenamiento de su amo Donato Spinelli, quien también actúa como paraco) emerge cual oasis dentro de la tensión propia de este argumento de genocidio real. Mención especial, por su imponente carga cultural, merece las escenas en que le es cortado el cabello a Shüliwala y la ducha o purificación, como partes del ritual de la llegada de la primera menstruación, que incluye además el aprendizaje de saberes femeninos un encierro, páülüjütü, a través del cual la muchacha se trasforma en majayura, joven mujer. Este encierro es abortado por la llegada de los paramilitares.
Entre las segundas escenas se encuentran todas en las que aparece Juan; símbolo del terror, personificación satánica y el mejor ejemplo de la palabra alijuna en su segunda acepción; en particular la masacre. Hay otras escenas de miseria humana dignas de recordar: la muerte de su primer perro, Jakay; la celestina que lleva a Shüliwala con un aberrado sexual; el dolor que causa en los niños, y sobre todo en Bárbara, la muerte del niño discapacitado; las largas escenas en el mercado donde Shüliwala y Compinche se mueren de hambre hasta el punto de destrozar su calzado de tanto caminar; la venta de uñas postizas y la deprimente música transculturizada en el mercado; la violación “voluntaria” de la que es víctima Bárbara sólo para conseguir los pasajes para emprender

con su amiga wayúu el regreso a la Guajira.
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Las amigas, quienes se conocen en la discordia y la rivalidad, se aceptan, se respetan y terminan queriéndose y logran ondear la bandera de la solidaridad. Logran comunicarse y anular la Torre de Babel a través de la historia. Sólo en una escena Bárbara busca a otra niña guajira para que le sirva de intérprete. Shüliwala y Bárbara viven sus tragedias. El sufrimiento no necesita traducción. La tragedia de Bárbara es quizás más dolorosa que la de Shüliwala porque ésta conoció la felicidad. Aquélla no. De hecho la opaca foto de su madre agarrándole la mano es tan difusa que refleja una patética maternidad. Para Bárbara, Bahía Portete puede ser un reinicio, una esperanza. Ya no necesita recogerse el cabello y ocultarse tras los atuendos de varón para no ser abusada y para imponerse en una sociedad machista. Su mayor intento de felicidad ocurría en el acto de oler pega, quizás para olvidar el hambre o su mísera existencia. Bahía Portete durante la primera parte de la película es un paraíso natural.
Una vez de nuevo en Bahía Portete, Shüliwala y Bárbara enaltecen la película en un final digno de una obra superior. “No somos tan diferentes a pesar de nuestras diferencias de diversas índoles. La amistad de estas dos chamas y todo lo que ellas viven juntas, invita a la reflexión, esa es la intención principal” dice la directora. Y esa reflexión hace que la película se universalice porque la violencia es un mal que aqueja a la sociedad. “Es un llamado al cese de la violencia, a que abramos los ojos y nos demos cuenta de que sí existe esto, de que sí existen los niños de la calle” dice el actor Laureano Olivares. Cuando habla de “esto” se refiere a que además de la masacre de Bahía Portete también existen las de Papiripán, El Aro, San José de Apartadó, El Salado, Chengue, Macayepo y La Macarena; al igual que existen los comentarios de Uribe Vélez como “me faltó tiempo para intervenir militarmente a Venezuela” o de la derecha venezolana que lo acompañó en la Universidad de la Guajira, en la población de Maicao, donde le pidieron que se convirtiera en el “jefe de la campaña internacional de Henrique Capriles Radonski y vocero internacional para la defensa de los resultados electorales del 7 de octubre”.
Ya allí, en la playa, Shüliwala obedece un mandato de su mamá y su abuela. Ya no es una niña, es una mujer. Debe dejar de jugar con muñecas. Al obedecer asume con mayor dignidad su gentilicio, su cultura, su esencia, y abandona su muñeca hecha por las manos de su madre en el mar, donde todo es vida. Ella sabe que su madre no está ni muerta ni desaparecida, está invisible. Esta escena explica una anterior en la que la niña intérprete, ya occidentalizada, juega con una Barbie que le parece más bonita que la elaborada en barro. La cualidad de ser invisible juega un rol importante en la película.
 
Es la única forma de escapar de todos aquellos que siembran el terror.
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Y esa inexistencia de diferencias es lo que refleja la escena de las dos amigas y el perrito viendo el mar. Shüliwala y Bárbara deciden perpetuar este injusto orden social y no permanecerán impasibles ante los hechos de injusticia. Ellas al igual que César Paredes en su “Lamento indígena” saben que “Ante tanta matanza en esta masacre, los espíritus de los difuntos no están en paz y nosotros tampoco”. Ellas nunca pierden la fe a pesar de saber que ambas están perdidas, desamparadas y acompañadas únicamente por un perro. Ellas invitan al pueblo Wayúu a revivir la gesta del 2 de mayo de 1769 en la que los habitantes de Riohacha se rebelaron contra los administradores coloniales obligándolos a replantear otro orden de trato. Shüliwala y Bárbara han entrado a Bahía Portete, pero no dejan la esperanza, de hecho lo hacen con la conciencia y la reflexión que hicieron la Asociación Autoridades Tradicionales Akotchijirrawa de Bahía Portete y la Organización Wayúu Munsurat, Mujeres Tejiendo Paz: “les arrancaron el alma, les quitaron la vida, les robaron sus cuerpos, pero no podrán borrarlos de nuestras memorias”.
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tomado del sistema bolivariano de comunicacion e informaciòn

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