domingo, 1 de septiembre de 2013

CINE EL REGRESO

 
El blog de Alfonso Molina ©2006. Noticiero Digital y Alfonso Molina

El regreso 2
 
Con “El regreso”, Patricia Ortega marca el tránsito de la niñez a la dureza del mundo adulto.
 
ESA PATRIA LLAMADA NIÑEZ
En el primer largometraje de ficción de Patricia Ortega el concepto de regreso, que da origen a su título, ofrece varias lecturas, desde el retorno de una niña wayúu al lar hogareño en tierras guajiras, con la promesa de reencontrar a su madre, pasando por el rescate de un pasado hermoso y familiar, trastocado por la violencia del narcotráfico, hasta el viaje íntimo de dos niñas distintas pero afines en busca de una nueva vida. En El regreso, la cineasta zuliana trabajó en dos campos definidos: la recreación de la masacre en la Bahía de Portete de la Alta Guajira colombiana, en abril de 2004, perpetrada por las Autodefensas Unidas de Colombia, y la comprensión del trauma personal de Shüliwala, una pequeña de once años que no solo presencia la masacre sino que padece la xenofobia y la intolerancia del universo no indígena, tanto de aquel lado de la frontera como de éste. Hablada en lengua wayuunaiki e interpretada mayoritariamente por habitantes originarios de esa zona binacional, la película de Ortega marca un camino nacional para el cine regional del Zulia con un planteamiento universal sobre el respeto a los derechos humanos.
La trayectoria de Ortega —comunicadora social por la Universidad del Zulia y especializada en dirección por la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, Cuba, y en documentales por la Filmakademie de Ludwisburg, Alemania— incluye los documentales Kata Ou-Outa (Vivir-Morir), El niño Shuá (Biografía sobre Miguel Ángel Jusayú), Dos Soles, Dos Mundos y La boda de Blanco y los cortometrajes de ficción Perolita, Pasaje, Al otro lado del mar, Sueños de Hanssen, Llevo… , Un hombre serio, entre otros. Es decir, esta realizadora marabina nacida en 1977 no es una debutante en este arte de contar o registrar historias. De hecho, Kata Ou-Outa (Vivir-Morir) constituye el antecedente documental de El regreso. De una mirada documental de un conflicto severo que afecta a miles de seres humanos pasó a una interpretación en clave de ficción de ese mismo conflicto desde la perspectiva de una niña sin amparo.
Esta experiencia se nota en El regreso. La primera parte del film posee un tono de documental antropológico en la medida que expone la vida tranquila y tradicional de una familia en la Bahía de Portete. Hombres, mujeres y niños comparten un espacio dominado por el sol, la arena y el mar. Conservan su lengua y sus costumbres. Allí Shüliwala vive su primera menstruación y su madre le indica que ahora es una mujer y debe comportarse como tal, a pesar de que ella se niega a abandonar su muñeca. Pero ese abandono de la niñez no sólo se da por razones biológicas sino por la agresión externa de un mundo desconocido. Esta larga introducción prepara el clima dramático para la intervención de los paramilitares colombianos, con la complicidad de las autoridades de Riohacha, capital del departamento colombiano de La Guajira. Ortega recrea la matanza en una tierra sin leyes ni instituciones. Solo la violencia define la vida.
A partir de este punto de trama, el tratamiento de ficción adquiere fuerza a través del proceso que vive Shüliwala, tanto en su pueblo masacrado como en Maracaibo, a donde va a parar cuando decide “volverse invisible”, como le dijo su mamá, para escapar de los paramilitares. Si en la primera etapa la convivencia pacífica es interrumpida por el hostigamiento, en la segunda parte el hostigamiento sistemático y constante permite abrir una rendija a la convivencia entre una niña guajira que no habla español y una adolescente alijuna o criolla que no habla wayuunaiki. Ambas son pequeñas criaturas de la calle y comparten el rechazo y la agresión del entorno. Bárbara tiene más experiencia, ha aprendido de la supervivencia y se desenvuelve con mayor facilidad, pero es también un ser humano castigado que necesita afecto. En ambos casos no existe la noción de institucionalidad ni de patria. No importa de qué lado de la frontera se encuentren.
Ortega conduce su película con sensibilidad e inteligencia, sin incurrir en el miserabilismo que se puso en boga en cierto cine latinoamericano. No pretende explicar las causas de la indigencia infantil en Maracaibo ni del paramilitarismo colombiano ni de la corrupción en ambos lados de la frontera. Prefiere centrarse en el conflicto íntimo de Shüliwala, primero, y de Bárbara, después. Bajo esta óptica, narra su historia como un tránsito de la niñez a la dureza de la vida, de la inocencia a la comprensión de la maldad, de la seguridad materna a la vulnerabilidad ante los adultos. Niños de la calle, indígenas abandonados, desarraigados de la vida, son los mismos. En este sentido, El regreso es un film sobre la infancia y sus fragilidades. Tanto en el mundo wayúu como en esa capital zuliana que esconde su habitual belleza para mostrar su rostro más terrible. La realizadora expone sus hábitatsy situaciones con conocimiento.
Una historia como ésta, conmovedora pero muy realista, se fundamenta necesariamente en el trabajo interpretativo, en el que destacan las niñas Daniela Jiménez como Shüliwala y Sofía Espinoza como Bárbara al lado de Laureano Olivares como Juan, el jefe de los paramilitares. Sobre este trípode actoral se levanta el drama medular del film, con una fuerza sorprendente. Las dos pequeñas representan las víctimas de un mundo que las rechaza, allá en Colombia o aquí en Venezuela. Tanto Jiménez como Espinoza se apropiaron de sus personajes para identificar las similitudes entre ambas después de mostrar sus diferencias. Una y otra actriz se erigen como las claves de una historia conmovedora. Y como eje impulsor del mal, el Juan de Olivares representa un mundo contrario, en un excelente trabajo como villano.
La producción de Sergio Gómez Antillano, con el aporte de Gloria Jusayú sobre el universo indígena, revela profesionalismo en un cine regional que aún depende de los recursos de Caracas, tanto técnicos como financieros. A pesar de que el cine venezolano nació en el Teatro Baralt de Maracaibo, la cinematografía zuliana permanece marginada. Los intentos de Ricardo Ball o de Augusto Pradelli conforman los antecedentes de este trabajo de Ortega, quien puede abrir una tendencia para otros cineastas de la región. La fotografía de Mauricio Siso y la dirección de arte de María Gabriela Vílchez logran interpretar la luz, el entorno y las atmósferas de la costa y la ciudad. El montaje de Sergio Curiel varía y controla de manera notable el ritmo de vida y de dramas de ambas localizaciones mientras el diseño de sonido de Gregorio Gómez y la música de Javier Pedraja ofrecen un registro y una interpretación de la banda sonora muy sugestiva.
Lo más importante de El regreso se halla en el rigor con que fue asumida su historia, a partir de un hecho real que devino en ficción poética. Una historia de forma circular que comienza y termina ante la inmensidad del mar, ante el horizonte abierto. Shüliwala retornó a su aldea abandonada, sin su madre ni sus familiares, allí donde están sus raíces. En cambio Bárbara, sin un pasado a rescatar, encontró un lugar donde arraigarse con otra persona en situación similar, Cada una comienza a hablar la lengua de la otra. Empiezan a compartir el recuerdo de esa patria llamada niñez.
EL REGRESO, Venezuela, 2013. Dirección y guión: Patricia Ortega. Producción: Sergio Gómez Antillano, Gloria Jusayú. Fotografía: Mauricio Siso. Montaje: Sergio Curiel. Sonido: Gregorio Gómez. Música: Javier Pedraja. Dirección de arte: María Gabriela Vílchez. Elenco: Laureano Olivares, Daniela González, Sofía Espinoza, Selmira Echeto, Segundo González, Gloria Jusayú, Andrés Barrios y Lilian González, entre otros. Distribución: Cines Unidos.

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