Por Rolanda García – CMI / TELESUR TV
Al cumplir los doce años mi abuela materna con quien desarrollé la mayor parte de mi infancia reiteraba sobre el futuro de una mujer adulta y los retos posteriores, basada en su experiencia de más de seis décadas como madre y esposa obediente.
Éramos cuatro niñas
huérfanas de padre, mi madre quien asumió todas las responsabilidades
familiares no diferenció el rol de la mujer y del hombre, como tradicionalmente
conocemos en nuestras comunidades. De tal manera que durante muchos años
nuestra rutina diaria iniciaba en la cocina y finalizaba en las actividades del
campo.
Todo marchaba perfecto,
aprendimos a intercalar y ser disciplinadas en la distribución del tiempo, la
escuela era un espacio terciario que no era obligatorio ni prioritario en la
familia. Pero lo imperioso era que en nuestros espacios de convivencia familiar,
acompañados de los sabios consejos de la abuela y del resto de familiares era
hablar sobre el destino de las niñas, como parte del deber de los padres hacia
las hijas. Nos insistían aprender a ser buenas esposas y madres, que implicaba
aprender detalles de los oficios domésticos, que según la abuela así evitaríamos a ser víctimas de golpes,
maltratos y de otras actitudes del hombre con quien nos casaríamos, principalmente de aquel que no es
correspondido con la comida, con el aseo de la casa o en el cuidado de los
hijos e hijas.

Las mujeres del campo rural
somos testigo de vivencias desgarradoras donde jóvenes de tan corta edad son
obligadas a trabajar arduamente con la idea de prepararla para el
matrimonio, muchas veces sin darse cuenta que llegarían a enfrentarse
con un abusador, agresivo, que a fuerza pretende que todo este servido en la
mesa, e incapaz de reconocer lo terrible que es.
Nuestras abuelas y madres
siempre cargaron el miedo de que sus descendientes mujeres siguen martirizadas,
en este sentido lo que hacen es advertirnos y corresponder lo
que ya está normado, “el hombre la cabeza del hogar, el que merece la atención
adecuada”, bajo esta mirada es que las familias seguimos desarrollando nuestras
vidas sumisas y muy respetuosas hacia las subordinaciones de nuestras parejas,
que tampoco es motivo de culpar a
nuestras madres y abuelas que también se procrearon y sufren los impactos del
mismo sistema patriarcal.
Nos hemos revelado contra
los principios ancestrales de tratarnos como seres aliados y complementarios,
debemos retomar este principio para vivir la armonía desde nuestra dualidad, en
este caso Ixoq – Achi, (hombre y mujer) y desde este espacio valoramos el
esfuerzo de muchos compañeros
imprescindibles en su actuar, que han logrado superar el machismo,
adoptando cambios conductuales de igualdad en la familia, que son referentes de
que la equidad de género en la familia sí es posible.
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